El capitán masculla unas palabras que sólo la marinería entiende. Una ligera brisa acaricia el barco por estribor, o quizá por babor, no identifico bien las posiciones en el mar. Abundando en el tópico, el cielo está cubierto de un gris plomizo, o plúmbeo. Mientras la tripulación se afana en sus tareas, el pasaje recorre la cubierta sin mejor cosa que hacer. Desde que embarcamos, el tiempo se consume en pasear y dormir, sestear y comer. Son raras las conversaciones, educadas aunque frías. Nos saludamos con gestos inadvertidos, desviando enseguida la mirada. El capitán es un hombre rudo entrado en años, de nacionalidad incierta, quizá europea. No deberían caminar por esta parte del barco, nos advierte con amable tosquedad, no es la primera vez que tenemos un accidente por el descuido de los viajeros, caer al mar y desparecer bajo la estela de espuma son la misma cosa. Considerando el ancho de la cubierta y la altura de las barandas, no parece haber peligro alguno, le respondo. No temo que caigan, sino que los arrojen. Su voz es un ronquido severo y un enigma, quién habría de hacer tal cosa. Mientras marcha entregado a sus labores, observo que cojea ostensiblemente, y que algo deforme oculta bajo la ropa. El aire arrecia. Alejados de toda costa, siento la opresión de la inmensidad del cielo que nos sepulta contra la nave.
He perdido la cuenta de los días. Distingo la mañana de la tarde, pero soy incapaz de concretar las horas. Si tuviera noción del tiempo que pasa, diría que los minutos parecen interminables. Los pasajeros visten ropas de domingo, como si acudieran a una recepción que nunca se inicia o nunca se termina. Caminamos despacio al vaivén de las olas, las nubes semejan figuras fantasmagóricas. Sin más ocupación que dejar pasar los días, pienso que no deberíamos haber iniciado este viaje.
Nos hemos cruzado tantas veces que el rostro de los pasajeros me resulta extraño. Algo perdido en sus miradas nos inquieta, demasiado esquivas, demasiado ausentes. Me pregunto sobre su procedencia, que acaso importa poco, encerrados en vida entre las paredes abiertas de la nave. En la imaginación de una epidemia que se extiende, sentimos la náusea y el olor de los cuerpos que se amontonan. El capitán deambula lejano en el puente de mando, los marinos se ocultan a nuestro paso. Nadie nos informa de los peligros que acechan, no recibimos instrucciones. Increíblemente, nadie parece alarmarse, pero intuimos un desenlace trágico. Sobrecogidos por el silencio de los acontecimientos, quisiéramos vernos a salvo, pero no hay lugar en que resguardarse, no hay opción para la huida, ni motivo evidente para el temor. La tripulación se habla como quien calla un secreto, y quizá todos seamos conscientes de lo que sucede, sin que ninguno pueda afirmar cuánto tiempo queda, quién será el siguiente, cuál la causa de la previsible desgracia.
Una eternidad de olas nos han traído hasta el centro perdido del océano. Todos los mares son iguales, un horizonte sin fin de velas desinfladas. La humedad sofocante aplasta nuestros pasos, nubla nuestros sentidos, enturbia nuestras razones. Qué más habrá de pasar para que averigüemos por qué estamos aquí, qué destino nos espera. Mientras los ánimos se amotinan, el capitán conserva la calma. Queremos saber, le requerimos con firmeza, víctimas de un delirio que se acrecienta. Este barco zarpó en mayo de mil setecientos cincuenta y cuatro, relata, naufragó seis meses después cercano al cabo de Buena Esperanza. Desde entonces recorremos los mares recogiendo cadáveres golpeados por las olas, comidos por los peces, podridos por la sal. Los cuerpos que recorren la cubierta no consiguen despertar del sueño de la muerte. A salvo del infierno de las profundidades marinas, navegamos en busca de un puerto que nos acoja quién sabe dónde. No deben temer, que sepamos, nadie ha muerto nunca por segunda vez.
He perdido la cuenta de los días. Distingo la mañana de la tarde, pero soy incapaz de concretar las horas. Si tuviera noción del tiempo que pasa, diría que los minutos parecen interminables. Los pasajeros visten ropas de domingo, como si acudieran a una recepción que nunca se inicia o nunca se termina. Caminamos despacio al vaivén de las olas, las nubes semejan figuras fantasmagóricas. Sin más ocupación que dejar pasar los días, pienso que no deberíamos haber iniciado este viaje.
Nos hemos cruzado tantas veces que el rostro de los pasajeros me resulta extraño. Algo perdido en sus miradas nos inquieta, demasiado esquivas, demasiado ausentes. Me pregunto sobre su procedencia, que acaso importa poco, encerrados en vida entre las paredes abiertas de la nave. En la imaginación de una epidemia que se extiende, sentimos la náusea y el olor de los cuerpos que se amontonan. El capitán deambula lejano en el puente de mando, los marinos se ocultan a nuestro paso. Nadie nos informa de los peligros que acechan, no recibimos instrucciones. Increíblemente, nadie parece alarmarse, pero intuimos un desenlace trágico. Sobrecogidos por el silencio de los acontecimientos, quisiéramos vernos a salvo, pero no hay lugar en que resguardarse, no hay opción para la huida, ni motivo evidente para el temor. La tripulación se habla como quien calla un secreto, y quizá todos seamos conscientes de lo que sucede, sin que ninguno pueda afirmar cuánto tiempo queda, quién será el siguiente, cuál la causa de la previsible desgracia.
Una eternidad de olas nos han traído hasta el centro perdido del océano. Todos los mares son iguales, un horizonte sin fin de velas desinfladas. La humedad sofocante aplasta nuestros pasos, nubla nuestros sentidos, enturbia nuestras razones. Qué más habrá de pasar para que averigüemos por qué estamos aquí, qué destino nos espera. Mientras los ánimos se amotinan, el capitán conserva la calma. Queremos saber, le requerimos con firmeza, víctimas de un delirio que se acrecienta. Este barco zarpó en mayo de mil setecientos cincuenta y cuatro, relata, naufragó seis meses después cercano al cabo de Buena Esperanza. Desde entonces recorremos los mares recogiendo cadáveres golpeados por las olas, comidos por los peces, podridos por la sal. Los cuerpos que recorren la cubierta no consiguen despertar del sueño de la muerte. A salvo del infierno de las profundidades marinas, navegamos en busca de un puerto que nos acoja quién sabe dónde. No deben temer, que sepamos, nadie ha muerto nunca por segunda vez.