jueves, 13 de septiembre de 2018

La travesía

El capitán masculla unas palabras que sólo la marinería entiende. Una ligera brisa acaricia el barco por estribor, o quizá por babor, no identifico bien las posiciones en el mar. Abundando en el tópico, el cielo está cubierto de un gris plomizo, o plúmbeo. Mientras la tripulación se afana en sus tareas, el pasaje recorre la cubierta sin mejor cosa que hacer. Desde que embarcamos, el tiempo se consume en pasear y dormir, sestear y comer. Son raras las conversaciones, educadas aunque frías. Nos saludamos con gestos inadvertidos, desviando enseguida la mirada. El capitán es un hombre rudo entrado en años, de nacionalidad incierta, quizá europea. No deberían caminar por esta parte del barco, nos advierte con amable tosquedad, no es la primera vez que tenemos un accidente por el descuido de los viajeros, caer al mar y desparecer bajo la estela de espuma son la misma cosa. Considerando el ancho de la cubierta y la altura de las barandas, no parece haber peligro alguno, le respondo. No temo que caigan, sino que los arrojen. Su voz es un ronquido severo y un enigma, quién habría de hacer tal cosa. Mientras marcha entregado a sus labores, observo que cojea ostensiblemente, y que algo deforme oculta bajo la ropa. El aire arrecia. Alejados de toda costa, siento la opresión de la inmensidad del cielo que nos sepulta contra la nave.

He perdido la cuenta de los días. Distingo la mañana de la tarde, pero soy incapaz de concretar las horas. Si tuviera noción del tiempo que pasa, diría que los minutos parecen interminables. Los pasajeros visten ropas de domingo, como si acudieran a una recepción que nunca se inicia o nunca se termina. Caminamos despacio al vaivén de las olas, las nubes semejan figuras fantasmagóricas. Sin más ocupación que dejar pasar los días, pienso que no deberíamos haber iniciado este viaje.

Nos hemos cruzado tantas veces que el rostro de los pasajeros me resulta extraño. Algo perdido en sus miradas nos inquieta, demasiado esquivas, demasiado ausentes. Me pregunto sobre su procedencia, que acaso importa poco, encerrados en vida entre las paredes abiertas de la nave. En la imaginación de una epidemia que se extiende, sentimos la náusea y el olor de los cuerpos que se amontonan. El capitán deambula lejano en el puente de mando, los marinos se ocultan a nuestro paso. Nadie nos informa de los peligros que acechan, no recibimos instrucciones. Increíblemente, nadie parece alarmarse, pero intuimos un desenlace trágico. Sobrecogidos por el silencio de los acontecimientos, quisiéramos vernos a salvo, pero no hay lugar en que resguardarse, no hay opción para la huida, ni motivo evidente para el temor. La tripulación se habla como quien calla un secreto, y quizá todos seamos conscientes de lo que sucede, sin que ninguno pueda afirmar cuánto tiempo queda, quién será el siguiente, cuál la causa de la previsible desgracia.

Una eternidad de olas nos han traído hasta el centro perdido del océano. Todos los mares son iguales, un horizonte sin fin de velas desinfladas. La humedad sofocante aplasta nuestros pasos, nubla nuestros sentidos, enturbia nuestras razones. Qué más habrá de pasar para que averigüemos por qué estamos aquí, qué destino nos espera. Mientras los ánimos se amotinan, el capitán conserva la calma. Queremos saber, le requerimos con firmeza, víctimas de un delirio que se acrecienta. Este barco zarpó en mayo de mil setecientos cincuenta y cuatro, relata, naufragó seis meses después cercano al cabo de Buena Esperanza. Desde entonces recorremos los mares recogiendo cadáveres golpeados por las olas, comidos por los peces, podridos por la sal. Los cuerpos que recorren la cubierta no consiguen despertar del sueño de la muerte. A salvo del infierno de las profundidades marinas, navegamos en busca de un puerto que nos acoja quién sabe dónde. No deben temer, que sepamos, nadie ha muerto nunca por segunda vez.



domingo, 22 de abril de 2018

La sombra

Su mirada ilumina todo lo que alcanza. Mientras camina por los pasillos de la casa, la vista al frente, una luz esplendorosa inunda las estancias. La luz le tranquiliza y le cautiva, todo resulta comprensible, bello, inmediato. El mundo brilla angelical y matutino, y también sus ojos brillan con la sonrisa de un rostro amable. Sin embargo, intuye tras de sí una presencia inquietante, lo invisible que se oculta siempre a nuestra espalda. Siente el espesor de la sombra detrás, siente su roce en la base del cuello, su calor en los hombros. Trastornado por la incómoda presencia, se gira para buscarla, pero todo se ilumina al volver la vista, mientras la sombra gira subrepticia al mismo tiempo y se mantiene firmemente pegada a sus espaldas. Víctima de una intuición, cierra los ojos intentando huir, para encontrarse de frente con la oscuridad, sin escapatoria.


La mancha

Sabe que su cuerpo no es agraciado, ni su rostro agradable, pero sus sentimientos son nobles y tranquilos. Trabaja duro, no malgasta lo que gana, y mantiene en orden sus cosas y su vida aunque no vive con nadie que se lo exija. Nunca disputa con nadie, sus conocidos no le aprecian, pero tampoco se muestran contrariados con su compañía, simplemente resulta indiferente a unos y otros. Cierto día, descubre sobre su cuerpo unas manchas purulentas de apariencia regular que quizá encierren un significado al que no da importancia y que cambian su vida de manera inesperada y terrible. Acude a socorrer a una vecina parturienta, pero es tarde y el niño muere asfixiado dentro del vientre de su madre. Un compañero del trabajo tropieza con unas herramientas que alguien dejó tiradas, se golpea la cabeza y sangra de manera incontrolable. Atropellan a un peatón por descuido y se dan a la fuga abandonándolo. Mientras las manchas van creciendo hasta invadir progresivamente su cuerpo, la cadena de desgracias se multiplica, y unos y otros, íntimos o desconocidos, quienes entablan relación con él, sufren o mueren por causas inesperadas, trágicas y perfectamente comprensibles. Descubre ante el espejo que toda su piel está manchada, y que asoman llamativamente algunos caracteres marcados sobre el torso en un alfabeto extraño. Angustiado, interroga libelos y tratados que le consumen durante largas noches, consulta a expertos en lenguas muertas, criptografías, simbologías olvidadas, pero no hay respuesta. Por fin, una anciana versada en las artes oscuras le habla de un libro con atroces sortilegios, antes de comprender que ya es un muerto que camina, y que, por una extraña virtud, el libro ha cobrado vida en su piel, y le roba el oxígeno y la sangre para traer al mundo el caos y las imágenes que invocan sus palabras.


viernes, 27 de enero de 2017

El descenso

El descenso comienza con un brusco cambio de luz y de temperatura. Las paredes pierden su consistencia pétrea y los objetos se vuelven sombras difícilmente reconocibles. A cada paso, el suelo se ablanda con musgos legamosos cuyo olor enturbia el sentido. El camino penetra oquedades en las que se adivinan pasadizos y túneles sin final. Resuenan ecos tenebrosos y un insistente rumor de voces y quejidos sin consuelo. El frío es intenso, húmedo y doloroso. El terreno se torna desigual, y ya no es posible saber si los pasos ascienden o continúan en declive, perdida toda orientación y toda referencia hasta olvidar cuánto tiempo hace que camina, ni saber cuánto continuará su marcha. Sumido en el desconcierto, avanza solamente porque ya no es posible volver atrás, pues nada sirve para determinar las direcciones, las alturas, las distancias. Duda incluso de sí mismo, y palpa su cuerpo para descubrir que no se reconoce, que sus miembros se deshacen en una masa informe y pegajosa. Siente la respiración como un fuego que atraviesa la garganta y le consume el pecho. Su aliento le asquea y le horroriza. Mientras crece su turbación, se siente arrastrado por fuerzas venidas de ningún lugar, o de todos, y ya no es dueño de su voluntad ni de sus pasos. No se resiste, todo esfuerzo es inútil e imposible. Una legión de manos invisibles le golpean, dentelladas salvajes desgarran su cuerpo y el dolor le crece infinito y sin sentido. Antes de que la razón le abandone, comprende que el infierno consiste en seguir vivo, en un interminable tránsito, recorriendo pasajes que no cesan, camino de ninguna parte.

domingo, 15 de enero de 2017

La sospecha

Un hombre que sospecha está preso de las contingencias y las casualidades. Cualquier detalle o suceso, por nimio que sea, se revela como una señal de lo que está por venir, que nunca es bueno, y ya no puede dejar de contemplar las cosas más simples sin adivinar en ellas fantásticas amenazas y acontecimientos terribles. Yo no sospecho. La vida está ordenada según códigos fácilmente reconocibles para quien los observa con actitud serena y consecuente. Los objetos dispuestos a mi alrededor, sobre la mesa, en las paredes del cuarto, a pesar de la escasa iluminación, forman un mundo organizado y predecible. Sin embargo, he observado pequeños cambios que desafían el orden de las cosas. Sonidos cuya procedencia ignoro, objetos desplazados en mi ausencia, luces que iluminan fugazmente bajo las puertas, tras las pesadas cortinas, arrojando sombras inquietantes que llegan y se alejan. Sabiamente, la razón supone que deben tener explicaciones sencillas. Quizá sólo sean producto del cansancio o de una imaginación avivada por las lecturas y las horas en silencio. Que algo se mueva a mis espaldas, estando a solas, o que una sombra se extienda por las paredes sobre mi cabeza, bajo mis pies, no son más que sucesos que una mente vulgar, adiestrada en la irracionalidad, atribuye a fuerzas ocultas cuyo sentido se le escapa y le dominan. No me pasará a mí, que he vivido siempre en la sensatez y la corrección. Esta imagen, por ejemplo, que ahora se presenta ante mis ojos, con rasgos deformes de animal embrutecido o de hombre con el rostro desencajado, este olor intenso y subterráneo, este frío que congela el aire y los cristales, esta rigidez que ahora me posee, no son más que el delirio de una mente que desfallece, y, sin embargo, no estoy muerto, aunque hace ya demasiadas horas que mi corazón dejó de latir y sentí que el alma escapaba en un último suspiro, sin que nadie acudiera en mi ayuda cuando aún podría haberme sido útil.

miércoles, 6 de enero de 2016

Despierta

Sueña el olor de la anestesia y un foco que arroja sobre sus ojos una luz intensa. Los cirujanos hablan entre sí con palabras que no escucha, aunque adivina en ellas los nervios y el rápido intercambio de instrumentos. La operación es difícil. Puede sentir las manos que entran en su cuerpo y el sonido lento de sus constantes vitales en los monitores de control. Cuando el pitido se vuelve constante, siente las descargas eléctricas, los esfuerzos de la reanimación, la desesperación de los doctores. Reconoce con claridad la voz que dictamina la hora de su muerte, las tres treinta de la madrugada, el día no importa. Nota el traslado de su cuerpo a una camilla que sale bruscamente del quirófano, una de las ruedas se atasca y la camilla tiembla en intervalos regulares. La sala principal del depósito de cadáveres es fría, pero no le resulta incómoda. Completamente inmóvil, una sábana le cubre el cuerpo y el rostro. Los asistentes comentan asuntos banales que no le incumben, ríen, después se alejan y apagan la luz. Está sola, presiente a su alrededor otros cuerpos como el suyo. Intenta incorporarse, intenta hablar. Las ideas se suceden atropelladamente, piensa en su familia, en sus amigos, en los médicos, en cosas que olvida con rapidez. Espera que en cualquier momento alguien se dé cuenta e intenten reanimarla una vez más, pero nadie llega. Después de un tiempo que no es capaz de estimar, introducen su cuerpo en un féretro de fieltro suave, cierran la tapa, la oscuridad es total y falta el aire. Siente cómo trasladan la caja, la cargan y la descargan no sabe cuántas veces. Escucha un ruido sordo y piensa que la están metiendo en algún nicho del cementerio local. Desea despertar antes de que todo acabe. Escucha cómo tapian el nicho, ya no llegan voces ni sonidos del exterior. Desea despertar antes de que todo acabe. Desea con todas sus fuerzas incorporarse y abrir la caja. Por fin, despierta del sueño sólo para comprobar que no es un sueño. Aterrorizada, mueve los músculos entumecidos, siente el latido de su corazón y el hormigueo de la sangre que recorre su cuerpo. Respira profundamente e intenta incorporarse. Ahora sí, chilla y se retuerce angustiada.


La caza

Encuentra un papel bajo su puerta con un extraño aviso. Antes de que pueda terminar de leerlo, el papel está en blanco. Quién dejó el papel y quién lo ha borrado son preguntas que no tienen una misma respuesta. Comienza la caza y el delirio. Sale a la calle. Observa si los rostros semiocultos en el interior de los coches le vigilan. Se detiene en los portales y espera a que todos pasen sin ser consciente de la medida del tiempo. Sentado en el metro, alguien le mira al otro lado del cristal. Choca con un vagabundo harapiento, el viejo se disculpa y le llama por su nombre. Antes de reaccionar, descubre en su bolsillo una nota con una dirección, pero no recuerda haberla puesto allí ni reconoce la letra. Acude al lugar, todo parece extrañamente tranquilo. Habla con un policía que no le hace caso, todos le miran y hablan en voz baja con gestos cómplices. Sentado en un parque, siente que una mano se posa en su hombro, pero es de noche y no hay nadie alrededor. Camina entre las sombras de vuelta a casa, y las sombras se mueven. Sube la escalera con rapidez y se cruza con vecinos que ríen y saludan como si supieran algo que él desconoce. Se duerme, se desvela y guarda silencio para escuchar quién respira en la oscuridad. Encuentran su cuerpo sobre el sillón. Alguien le ha disparado por la espalda, pero sólo encuentran sus huellas en la pistola. Resulta sospechoso.